lunes, 28 de octubre de 2013

El rey tuerto (Sala Mirador)

No estamos muy de acuerdo con la idea de que el teatro deba servir como plataforma para representar cuestiones de “calado social”. Nos escuecen un poco las propuestas que hayan su justificación en el deber de poner el teatro en las trincheras ante situaciones extraordinarias como la que estamos viviendo. Ni tan siquiera estamos muy seguros de que el teatro deba representar algo tan difuso como la realidad. O que deba agitar conciencias. Nuestro problema aquí es con el “deber”. No creemos que el teatro deba ser de tal o cual forma. Como mucho, el teatro debe ser bueno. Y El rey tuerto es teatro excelente. 

Quizá la mayor cualidad de esta obra de Marc Crehuet sea que no se acomoda en ningún momento, va de sorpresa en sorpresa, pillando al espectador más atento en sus continuos saltos hacia adelante. Sería muy cómodo haberse quedado en el tono de la primera escena, un conversación costumbrista que juega con el choque que produce la narración banal de un hecho terrible, como la brutalidad puede convertirse en cotidiana. Incluso tendríamos ya la moraleja incluida. Pero El rey tuerto no es solo una comedia divertidísima. Ni es una comedia de tintes sociales. Ni una comedia social libre de lugares comunes. Ni una comedia social sofisticada que invita a la reflexión. Para nosotros, El rey tuerto es una representación clarividente sobre lo que está pasando aquí ahora. 

Casi desde el principio, queda claro que Crehuet quiere ponerle las cosas complicadas al espectador. Incomodarle a través de la carcajada. Si ya conocemos a los personajes alineados y estrechos de miras, cuando nos presenta a los concienciados y activistas, su visión no es mucho más amable. Como se dice explícitamente en un diálogo, no estamos ante una película de Vin Diesel, con buenos y malos. Aquí cada personaje está matizado, tiene una ideología cegadora, valga la redundancia, pero también un punto de humanidad que les redime. 

Alain Hernández, para nosotros no un descubrimiento, sino un deslumbramiento, es un bruto que no atiende a razones. Y Hernández lo incorpora de una manera aterradora cuando hace falta, llena de gracia en los momentos más inesperado, e incluso con ternura cuando parecía imposible encontrarle el alma. Porque lo que le hace particular es que su David no es un bruto de buen corazón, sino que está atrapado en su mundo monocolor, que es incapaz de comprender que haya otras personas que no piensen como él. Aquí se hace evidente el sentido del título de la obra. En una divertidísima escena vemos cómo Ignacio, el tuerto, intenta abrir la mente del policía, pero no por medio de la comprensión y la enseñanza, sino del amaestramiento. Se trata de una reeducación conductista que solo sirve para ponerle las cosas más oscuras. Solo al final, cuando lo ha perdido todo, David comprenderá cuál es el único medio para empezar a entender la realidad. Y lo hará literalmente junto a los espectadores. 

A lo largo de la obra nos pareció descubrir varios puntos en común con Taxi Driver. Si dejamos aparte localismos y actualizaciones, la historia de David no deja de ser la de un Travis desconcertado y violento en busca de la redención. Siguiendo este esquema, Betsy Túrnez sería una mezcla de Cybill Shepherd y Jodie Foster, el amor al que David trata de convencer de que puede abrirse y que más tarde tratará de recuperar a lo bestia. Pero la Lidia de Túrnez no es un simple objeto pasivo. Todo lo contrario, es el personaje más cercano, al que vemos evolucionar y tratar de superarse de una manera muy emotiva. Lidia es una de esas chavs de las que habla Owen Jones en su excelente libro: al principio es el objeto de la burla de su amiga progre (una de esas izquierdistas incapaces de comprender a la clase trabajadora y que se sitúa en una posición moral de superioridad), para según avanza la función convertirse en una luchadora independiente, una persona que quiere algo mejor y que hará todo lo posible por conseguirlo. Y Túrnez transmite esta formación de una manera sencilla, cercana, llena de candor y de esperanza. 

Crehuet no cae en el estereotipo a la hora de dibujar los personajes “garrulos”, y tampoco patina cuando le toca a los “comprometidos”. Si bien hacer de estos personajes seres angelicales e inmaculados hubiera echado a perder la obra (como ha hecho con las de otros artistas poco amigos del claroscuro), tampoco se ceba en ellos. Eso sí, nos pareció atrevido que en una obra dirigida a cierto tipo de público decidiera no solo cuestionar algunos tópicos y pensamientos adquiridos, sino que expresamente ponga en duda el sentido de algunas actitudes. Por ejemplo, todos estamos hartos del “hemos vivido por encima de nuestras posibilidades”, pero también es verdad que lemas como “no es una crisis, es una estafa” hace tiempo que de tanto repetirse perdieron su significado. Cuando una idea se queda en enunciado, su repercusión queda limitada.

Si David y Lidia evolucionan y se convierten en personajes diferentes, el viaje de Ignasi es menos claro. Su lucha consiste en equilibrar una militancia desde posiciones privilegiadas con unos sacrificios que cree que merecen la pena, pero que le arruinan la vida. Miki Esparbé tiene una dicción muy particular y una presencia de ir por la vida en puntillas que le caen perfectamente a su personaje. Resuelto cuando hay que dejar las cosas claras, siempre está medido en sus intervenciones cómicas. Ruth Llopis y Xesc Cabot tienen menos espacio para el lucimiento, pero aún así logran brillar en momento puntuales.

Hubo una frase en la función que nos chirrió un poco: “Pensar mucho es malo”. Está bien, parece de El Roto, pero dicha así queda algo evidente, como en esas obras “con mensaje”. Cuando se encienden las luces rojas ves que todo ha cambiado. Que nada ha cambiado. Que todo tiene que cambiar. Que, para empezar, hay que estar atento. Más tarde verás en la televisión al ministro de agricultura. Y pensarás muchas cosas. Y a lo mejor es verdad que pensar mucho es peligroso. 

lunes, 21 de octubre de 2013

Julia (Teatro Valle-Inclán)

Quizá nuestro rechazo a buena parte del teatro contemporáneo se deba a una diferencia en la escala de valores. Nosotros, con Yeats, ponemos en primer lugar el texto. Junto a él, a los actores. Y solo en un tercer plano, al director de escena. Sin embargo, muchos “creadores” se empañan en ocupar el centro de la escena. En lugar de centrarse en sacar el mejor partido al material con el que cuentan, se empeñan en emborronar todo lo que no sea su labor estética. Y no se arredran ante textos magistrales; no, más bien se envalentonan. Pero si ponen un enorme foco a toda potencia dirigidos hacia su figura, lo normal es que salten los plomos.

Christiane Jatahy decidió en algún momento que quería lleva a escena el canónico texto de August Strindberg La señorita Julia. También opto por contar con actores capacitados. Pero lo que no quiso fue adaptarse al texto, sino que el texto se adaptara a ella. La señorita Julia es un drama clásico, que ha dado para cientos de adaptaciones sin que se agotara su capacidad de emocionar y hacer reflexionar. Pero Jatahy no estaba satisfecha, había que darle un nuevo giro. Y si Strindberg era arrollado por el camino, no es su problema. Es teatro contemporáneo.

No defendemos la postura anquilosada y reverenciadora (no hace mucho también poníamos en duda esta actitud al hablar de El duelo), pero si lo que vas a hacer no tiene nada que ver con la obra original, ¿para qué mantener una referencia al título y presentar la obra como una adaptación? Dürrenmatt fue más honrado y cuando se aproximo a Strindberg desde una perspectiva totalmente personal, escribrió Play Strindberg, Pero es que Dürrenmatt tenía talento. Así que lo que hace Jatahy no es una profanación, pues esto, si tiene valor, lo saludaríamos como una apuesta audaz. Lo que hace Jatahy es timar al espectador, y como timo deberían estar tipificadas en el código civil estas puestas en escena fraudulentas.

Lo peor es que, aunque nos olvidáramos de Strindberg, no encontraríamos en esta obra titulada Julia nada de valor. El uso de grabaciones es siempre muy peligroso y debe tomarse con precaución; convertirlo en el eje narrativo de la representación teatral es contraproducente. Por instinto, el espectador mira más a la pantalla que al escenario, y el juego que se plantea (representación y todas esas cosas) no da para tanta aparatosidad, es frustrante y alejado del hecho teatral. Además, por ponernos bravos, para ver una película vamos al cine. Pero es que para ver una película tan mal rodada como lo que se ve en Julia, ni eso.

Otra cosa que no dejará de sorprendernos es cómo hasta las muestras más desfasadas de modernidad en la puesta en escena siguen siendo acogidas con benevolencia, casi diríamos que con algarabía. Eso de romper la cuarta pared ya nos parece algo casi del pleistoceno. Se puede hacer con total normalidad, como quien hace un aparte. Pero que se acoja como muestra de valentía o ruptura de convenciones es llamativo. Por cierto, que lo del actor saliendo a la calle es "como de la temporada pasada”.

Cuando se habla de la buena labor de los actores, nos parece que quizá se está teniendo más en cuenta otros aspectos que se apartan de la interpretación, porque los pobres Julia Bernat y Rodrigo dos Santos ya tienen suficiente con acordarse de las marcas (por no hablar de la actriz que sale en el vídeo, que debía pasar por allí y a la que da pena ver). Sin ir más lejos, la escena de sexo es de lo más ridículo que hemos visto en mucho tiempo. Y sin embargo, el público no se rió, así que debía de ir en serio.


A lo mejor nosotros a veces también nos dejamos llevar por los prejuicios, porque lo que en el fondo vimos en esta cosa a partir de Strindberg fue la transformación de un drama intenso y de ilimitadas interpretaciones en un culebrón de niña tonta y criado trepa. Un muestrario de tópicos modernos que interpelan al espectador directamente a falta de facultades para hacerlo de manera sutil. Un escaparate para el director estrella que se ampara en bazas seguras para disfrazar de arrojo lo que no es otra cosa que cartas marcadas. 

jueves, 17 de octubre de 2013

Tirano Banderas (Teatro Español)

La adaptación teatral de una novela tan disparatada como Tirano Banderas ofrece extremas posibilidades de acercamiento. Por una parte, se puede optar por una puesta en escena desenfrenada, pura acción, retórica explosiva, fuegos artificiales. Una elección más conservadora sería depurar la trama y quedarse con unos mimbres más tópicos pero más seguros: la historia del dictador sudamericano tantas veces contada.

Si los responsables de esta versión se hubieran desinhibido, a lo mejor les habría salido una cosa intragable, una mamarrachada incomprensible. Pero con un poco de suerte, se habría logrado una función divertida, loquísima, fuera de lo normal. La segunda vía precisaría un hercúleo trabajo de ramoneo (nunca mejor dicho). Para alcanzar algo de claridad entre tanto barullo es necesario despojar al texto de barroquismos y definir las líneas de acción hasta alcanzar una sencillez de exposición. Claro está, esto conlleva el peligro de dejar a Valle-Inclán en cueros, aunque salvar el montaje bien lo merece. Pero la adaptación de Flavio González Mello y la dirección de Oriol Broggi se inclinan por una tercera vía intermedia. Una tercera vía de compromiso que al final se queda en ni chicha ni limoná.

El inicio de la función parece que va a tirar por el primer camino. Es decir, que no nos vamos a enterar de nada. Revolución sobre las tablas y una amalgama de personajes que se ponen estupendos soltando palabras extrañas en todos los dialectos del español y con sus correspondientes acentos. Después la cosa se calma y entramos en la historia del déspota maquiavélico y sus diferentes jugarretas. Pero es que cada escena parece cambiar de tono. No hay foco, lo cual no debería ser grave, pero es que parece percibirse que tampoco hay una idea de fondo, que se trata de un juego de acumulación en la que el despliegue de verborrea esconde la falta de sentido. En eso, tenemos que admitirlo, la adaptación es fiel al estilo de Valle-Inclán.

De hecho, Broggi consigue algunos destellos que indican que la obra podría haber sido mucho más brillante de lo que finalmente vimos. Por ejemplo, hay una escena deslumbrante de actuación y puesta en escena en la que Pedro Casablanc, esta vez como embajador de España, se pasea por el escenario como si estuviera viviendo un sueño carabetero entre mágico y psicotrópico. Pero es una escena totalmente aislada, casi sin justificación y sin continuidad. Otro apunte fallido es la idea de la médium y sus diferentes encarnaciones, en el que Broggi también deja en segundo plano la que podría haber sido muy estimulante relación entre Banderas y su hija.

Las actuaciones también adolecen de una falta de coherencia. Emilio Echevarría como Tirano Banderas, pese a ser el único actor que no dobla papeles, es curiosamente el más irregular. Parece que siempre está actuando, y si bien eso se justifica en modelos de carne y hueso, a veces también le falta convicción. Susi Sánchez da escalofríos como médium y como madre desesperada, pero sobra totalmente la fantochada de la aparición de Valle. El resto del heterogéneo reparto tiene que lidiar con la descompensación de las escenas, alternando momentos dramáticos de gran intensidad con situaciones sin pies ni cabeza.


Reconocemos que a la hora de ver este montaje, más que el libro en el que se basa, nos daba garantías la dirección de Broggi y la presencia de Pedro Casablanc. El primero, que también firma una escenografía rica y estimulante, nos defraudó en la medida en la que no ha sabido ofrecer un producto compacto, equilibrado. Por su parte, Casablanc saca toda la punta posible a personajes excéntricos, anecdóticos o sencillamente ridículos. 

lunes, 14 de octubre de 2013

La verdad sospechosa (Teatro Pavón)

Hace poco se preguntaba Andrés Trapiello en su blog: “¿Cuándo se generalizó esa moda de atrezar las óperas y las obras de teatro clásico con lo primero que se le ocurre al director? (…) ¿Qué decir de esos Don Giovanni disfrazados de Tercer Reich o esas doña Elvira en bragas y sostén, de las que habló hace no mucho Teresa Berganza, indignada, y no sin razón, tanto por la sinrazón de esas adaptaciones como por no ver tampoco en escena a demasiados Falstaff en tanga?”.

Aunque en general estas “modernizaciones” a nosotros tampoco nos gustan, no nos oponemos a ellas por principio. Ni tan siquiera pedimos que estén justificadas: con que funcionen, es suficiente. Sin embargo, pocas veces lo hace, porque suele ser un recurso superfluo, puramente aleatorio. ¿Por qué escenificar La verdad sospechosa con un vestuario y mobiliario decimonónicos? Porque sí. ¿Funciona? Para nada. De hecho hay algo de pesado, de machacón, en la puesta en escena, que se ve agravado por esta opción tan falsa. Porque la idea de juego está muy bien, pero si luego se aplasta con “conceptos”, pierde enganche.

Un momento de este montaje de Helena Pimenta que nos parece especialmente fallido es la recreación de la fiesta. Aquí está la clave del tono de toda la obra. La inventiva de Don García se visualiza de una manera evocadora, el espectador es compelido a ver lo que el está describiendo. La música y la iluminación están puestos al servicio de la sugerencia. Pero la cosa no funciona. La artificialidad vuelve a imponerse.

Lo cierto es que la obra de Ruiz de Alarcón se apoyo sobre unos mimbres muy débiles. Este tipo de comedias siempre se construyen, contando con la benevolencia del espectador, con anécdotas tontas e inverosímiles. Por eso hay que tratar con mucho cuidado que el castillo de naipes no se venga abajo. Pero en algún momento del montaje (para nosotros en al escena de la iglesia), la gracia de la confusión de nombres acaba por cansar y ya no hay buena voluntad que valga. A la versión de Ignacio García May, que es limitada en su intervención, y eso lo apoyamos, quizá le falta pulir algunas reiteraciones, aligerar algunas escenas que caen en la redundancia y lo explicativo.

Algo similar pasa con las interpretaciones. Está bien la presunción de que un estilo entre grandilocuente y caricaturesco ayude a que la farsa avance, pero en la práctica de la sensación de que todos los actores están un poco pasados en su punto de cocción, y si no se les conociera, en algunos momentos se podría pensar que esta obra está por encima de sus posibilidades.

Lo cierto es que Rafa Castejón no nos parece el actor más apropiado para el papel de Don García ni por tipo ni por aptitudes. No es una crítica a él como actor, sino a su elección para este papel. Le falta algo de chispa, de energía con la que dar vida a su personaje. La fantástica escena en la que inventa sobre la marcha su casamiento es un prodigio de escritura y está muy bien recitada y con unas marcas actorales que dan fe de su capacidad. Y sin embargo no llega, la electricidad que se espera no se transmite al patio de butacas.

Pese al exceso de énfasis del que hablábamos más arriba, el reparto en líneas generales sale bien del envite. Fernando Sansegundo pertenece a esa raza de actores que parece llevar encarnando el mismo papel desde hace 400 años, en él sí que percibimos la realidad detrás del concepto. Joaquín Notario también conoce estos característicos al dedillo y supera algunos ataques de exceso con su habitual saber estar. Marta Poveda y David Lorente parecen ser los que mejor han comprendido la pulsión de la obra y quienes mejor manejan las posibilidades cómicas que ofrece Ruiz de Alarcón.

En general, da la impresión de que todo el montaje está muy trabajado, en esto nada que reprochar a Helena Pimenta. Lástima que sus elecciones pocas veces nos convenzan. Lástima para nosotros, claro. Parece que no se le ha sacado a la obra todo lo que podría dar de sí, que la función no es tan divertida ni tan brillante como podría haber sido. Por ejemplo, la escenografía de Alejandro Andújar, demasiado parecida a una piscina pasada de moda, juega constantemente con la idea de puertas que se abren y se cierran, un concepto muy vodevilesco. Pero falta fluidez y sombra ganas de asombrar con la pericia técnica. Solo en la escena final, cuando todas las puertas se abren y se descubre toda la verdad, la idea cobra sentido. Algo similar sucede con la iluminación de Juan Gómez Cornejo, aún más claramente expresionista que ese inclinado escenario, en el que los juegos de sombras evocan un concepto que no casa en absoluto ni con la obra ni con otras soluciones de puesta en escena.


lunes, 7 de octubre de 2013

Seuls (Teatro Valle-Inclán)

Nos gusta que en una obra de teatro haya de todo: carcajadas, lágrimas, espacio para la reflexión, estallidos emocionales, preguntas y propuestas. Durante hora y media Seuls nos ofreció todos estos ingredientes en un destilado magistral, más encomiable aún si se tiene en cuenta que se trata de un “solo”. Por eso nuestra decepción fue todavía mayor cuando en la última parte de la función Wajdi Mouawad se deja llevar por el regodeo y durante más de 20 minutos cae en la más indulgente... En realidad hay un término muy expresivo que podría definir a la perfección este fragmento de la obra, pero preferimos dejarlo en “niñería”.

Desde hace años el arte francófono nos ha ofrecido un género novedoso (como todos, en realidad cuenta con numerosos antecedentes, pero su explosión es más reciente) que ya cuenta hasta con un tópico propio: la búsqueda de la propia identidad. En otros lugares (en este, sin ir más lejos), este género ha dado pie a empalagosos egotrips disfrazados de autoficción, pero por algún motivo escritores, cineastas y dramaturgos franceses han logrado elevarse por encima del solipsismo para ofrecer creaciones verdaderamente sinceras y emotivas.

En Seuls, Mouawad no cuenta su propia historia, pero sí la de alguien muy parecido a él. Un libanés exiliado en Canadá que pierde el rastro de sus raíces (otro cliché al que felizmente Mouawad sabe sacar punta) y que cae en la catatonia, quizá por un revés romántico, quizá por la falta de perspectivas. Los recuerdos de infancia y sus relaciones familiares son a la vez un anclaje pesado que no le permiten vivir su vida y una guía para alcanzar el conocimiento. Por fuerza, en esta dialéctica acabará por haber víctimas.

Tampoco es gratuito ni un mero guiño entre colegas el recurso a la investigación sobre el teatro de Robert Lepage. El arte es un método idóneo para la catarsis, para llegar a conocer la verdad a través de la creación, aunque sea ajena. En la explicación final sobre la conclusión de la tesis de Harwan comprendemos que el teatro, como contenedor de espacios y lugares, es el lugar perfecto en el que entablar una batalla entre las múltiples personalidades que conforman el individuo y tratar de llegar a una tregua interior.

La extraordinaria escena de la conversación entre Harwan y su padre comatoso es un monumento a la creación dramática. En ella Mouawad da lo mejor de sí mismo tanto en escritura como en actuación. En el primer aspecto, desarrolla una serie de anécdotas que pasan por todos los estados de los que hablábamos al principio. Es prodigiosa su habilidad para engarzar historias, sentimientos y reproches. Todo de una manera natural, creíble, reconocible. Y para ello es necesario un actor superlativo, que resulta ser el propio Mouawad. Ya desde el principio, con su aparición en calzoncillos, Mouawad desarma al espectador. Tan vulnerable, tan patético también. Quizá Harwan no sea exactamente él, pero en el tiempo que dura Seuls la comunión es completa.

La labor en la puesta en escena de Mouaward también merece ser destacada. En una habitación muy à la Perec ideada por Emmanuel Clolus, que se va trasformando sin llamar la atención según las necesidades de cada escena, el Mouaward director hace un uso contenido pero muy expresivo de música, imágenes y voces para construir un mundo que es a la vez exterior e interior, un mundo real e imaginado, un mundo que solo tiene cabida en el cerebro... o en el teatro. Sin embargo, que Mouaward ejerza de director, autor y escritor, por muy sobresaliente que sea en cada uno de estos campos, también tiene sus peligros. Si hubiera habido alguien para pararle los pies a lo mejor no hubiera pasado lo siguiente, porque...


Tras la bellísima escena de la conversación con el padre y un divertido paso por San Petersburgo, se produce un golpe dramático de una fuerza tremenda. Un “giro de guión” justificado y clarificador. Esto no nos lo esperábamos. A ver qué viene a continuación. Pero, ay, lo que llega es el diluvio. Si el ataque pictórico de Harwan hubiera durado cinco minutos, de acuerdo, tiene un componente simbólico que aceptamos, la necesidad de dar color a su vida, de expresarse más allá de las palabras. Pero esto no da para más de 20 minutos en los que Mouawad parece poseído por Miquel Barceló mientras embadurna todo el escenario con sus pinturas. En todo este tiempo el espectador pronto deja de pensar en las implicaciones personales para desear que se le acaben de una vez los tubos de pintura y lamentar el trabajo que les espera a los encargados de la limpieza. Triste final, en el más triste sentido, para lo que hasta entonces había sido un montaje memorable.     

lunes, 30 de septiembre de 2013

Ubu Roi (Teatro María Guerrero)

Es intrigante que una obra tan menor como Ubu Roi no solo siga representándose más de un siglo después de su estreno, sino que sean grandes directores de escena los que se vean atraídos por este texto... y que además el resultado sea fantástico. Creemos que, quizá más por inconsciencia que por genio, Alfred Jarry supo captar las tramas subterráneas de todo un género teatral (cuyo ejemplo más destacado sería obviamente Macbeth). La exposición grotesca y esquemática de estos lugares comunes da pie a juegos teatrales que despiertan en los directores sus ansias de experimentar (con gaseosa) y en el espectador sus ganas muchas veces refrenadas de reírse de toda panoplia dramática.

Precisamente Declan Donnellan dirigió hace pocos años un extraordinario Macbeth, por lo que no nos cuesta demasiado establecer una completamente gratuita e infundada teoría sobre sus motivos para una nueva puesta en escena de Ubu Roi. Tras el paroxismo de la tragedia, no viene mal un divertimento. Un divertimento que permite desplegar su espíritu gamberro, sus ganas de arramblar con todas las convenciones, una desinhibición de los buenos modales teatrales. Y con él, el espectador también puede disfrutar de un respiro, de un dejarse llevar por la disparatada historia de Ubu sin abandonar la sala del teatro de calidad (por cierto, que la por una vez en apariencia convencional escenografía de Nick Ormerod podría ser fácilmente vista como una parodia de ese mismo teatro de calidad).

En cualquier caso, es obvio que Donnellan ha disfrutado de lo lindo con este juguete. En el largo vídeo inicial (que, unido a los primeros minutos intrascendentes de la función hacen pensar si este es nuestro Donnellan o nos hemos equivocado de sala) vemos todo el arsenal que más tarde será utilizado. Ubu no deja de ser una función escolar, y como en ellas, hay que recurrir al atrezo que haya a mano e ingeniárselas. Cada objeto de la vida cotidiana adquiere una nueva función, ingeniosa y a veces brillante.

Donnellan tampoco se corta a la hora de echar mano de las convenciones más ridículas de las historias de terror. Si las partes de transición en el salón burgués recuerdan esas escenas de Jacques Tati en las que los personajes hablan sin que se les entienda (o sin que importe lo que dicen), las partes de la representación evocan las películas sobre Poe de Roger Corman, o incluso más todavía El jovencito Frankenstein, con puertas que chirrían, tormentas de nieve como fondo y todo eso. En este sentido, el trabajo de Pascal Noel en la iluminación y Davy Sladek y Paddy Cunneen en la música aportan ese tono entre paródico y grandilocuente que tan bien se ajusta a las pretensiones del director.

Si estamos acostumbrados a que Donnellan nos descubra a grandes intérpretes británicos (desde Will Keen y Tom Hiddleston hasta Lydia Wilson), en esta ocasión podemos comprobar cómo se adapta a los muy distintos actores franceses. Y el resultado es impresionante. Christophe Grégoire, como Ubu, ejercita una actividad tan extenuante que a mitad de función parece que no va a poder continuar. Su voz impostada, su expresión corporal y su capacidad para ir de lo amenazante a la grotesco dan todavía más valor a su creación. Camille Cayol, la tía Ubu, no se queda atrás en su esfuerzo y logra ser realmente dramática de golpe, sin aviso previo, cuando se esperaba un chiste más, para a continuación dar otra vuelta de tuerca y regresar al terreno de la parodia con la mayor naturalidad. El resto del reparto, ágil en los juegos mímicos, como la prodigiosa escena de la marcha atrás o en los divertidos cortes al “mundo real”, se toma su tarea tan en serio como exige una broma de este calibre.


Sería absurdo pretender situar Ubu Roi en la misma categoría que los dramas isabelinos habituales en Cheek by Jowl, así como tampoco nos parece muy convincente intentar establecer interpretaciones sobre la actualidad basándose en este montaje. Este Ubu Roi es simplemente una comedia ligera, una diversión para recordarnos que no es conveniente tomarse demasiado en serio el teatro (al menos no todo el tiempo), y que de vez en cuando no está mal simplemente reírse y pasárselo en grande. Pasa en las mejores compañías. 

lunes, 23 de septiembre de 2013

El duelo (Teatro Valle-Inclán)

Chéjov es aburrido. Intrínsecamente tedioso. Pelma hasta la extenuación. No sabemos si en las escuelas de teatro se enseña esto o si los directores lo aprenden por sí mismos, pero parecen empeñados en dejárselo claro a los espectadores, que ingenuos ellos pueden pensar que se trata de un autor fascinante. Sus personajes se aburren, cierto, y lo dicen. Por eso no hace falta que nos lo recalquen con tiempos muertos y dilatación de las escenas. Pero la mayoría de los montajes actuales se empeñan en mostrar en la práctica que el mundo chejoviano es un tostón.

Tenemos que reconocer que es algo muy fácil de transmitir en teatro, quizá el sentimiento más sencillo de reflejar, y quizá por eso, frente a otras opciones más audaces, se ha impuesta esta visión monolítica. Que Chéjov sea uno de los grandes genios de la dramaturgia debe de ser secundario, porque si no nos lo presentarían como nuestro contemporáneo, y no como ese autor decimonónico (el en peor sentido del término que se le quiera dar) digno de admirarse tras una vitrina, pero que no es ajeno. Frío, disquisitivo, ultrarracional, y sin apenas espacio para la emoción.

No es que esperáramos de este montaje presentado en el ciclo Una mirada al mundo del Centro Dramático Nacional por el Teatro del Arte de Moscú una visión transgresora, ni que pidamos actualizaciones de vestuario, decorados o diálogos. Aunque sí que es cierto que lo que nos cuentan en este montaje podría haberse hecho en como mínimo la mitad de tiempo sin perder en profundidad. Pero rogamos por un Chéjov al que, sin perdérsele el respeto, también le veamos su parte humana, en el que la pasión subterránea, si no subrayada, al menos sea intuida. Un Chéjov con vida, o al menos con vidilla. Un Chéjov para el que por una vez dejemos apartada la admiración y podamos sentir el drama a flor de piel.

Esta puesta propiamente rusa de El duelo comienza como habrían enseñado en esas escuelas de las que hablábamos al principio: mostrando que Vania se aburre. El montaje es diáfano, con unas escenas diseccionadas con un afán forense que facilita que todo quede meridianamente claro. Es un apreciable trabajo de depuración, lastrado por cierto estatismo, que cuya primera parte puede apreciarse de manera teórica y en el que es digna de admiración la labor de destilación y un buen sentido del humor que aligera lo que de melodramático podría tener la acción.

Pero entonces empieza la segunda parte y caemos de lleno en la pomposidad. Cuando vimos la escena del monólogo con foco casi no nos lo podíamos creer. Un recurso que ya estaba pasado de moda en tiempos de Chéjov y que creemos que le habría espantado, si no es usado de manera irónica. Pero es que la cosa ya se había puesto metafísica y profunda, dos de los tonos que más detestamos en el teatro, solo al alcance del simbolismo. Cuando el diácono y el protofascista se ponen a discutir de lo humano y lo divino, nos creímos en medio de una perorata propia del peor autor alemán. Es un momento de desconexión del que es difícil recuperarse, pero el director, Anton Yakovlev, opta por poner el foco, nunca mejor dicho, en estas torturas del alma, mientras que se ventila la escena de la reconciliación como si fuera un “buenas tardes”. Está claro dónde están puestas sus prioridades.

El trabajo de los intérpretes se ve marcado por la misma meticulosidad que la adaptación. Pese a las dificultades del idioma y la manera particular de actuación de las compañías rusas, se perciben todos los matices que van del explosivo Laevski de Anatoli Beliy al distante e implacable Von Koren de Evgeni Miller. Natalia Rogozhkina tiene que hacer frente a una Nadezhda que va cambiando de actitud un poco por exigencias del guión, sin demasiadas explicaciones, y consigue mantener la coherencia en el intento, mientras que Olga Vasil'eva se llevó un aplauso espontáneo por su reprimenda cómica. Dmitri Nzarov y Valeri Troshin ejecutan con donaire dos personajes típicamente rusos, el doctor que intenta ayudar a todos y que mezcla su inclinación por la buena vida con los reproches por la mala vida de los demás, y el monje medio loco que acaba ejerciendo como voz de la conciencia y de los valores superiores.

La obra vuelve a recuperar algo de tono en la tensa escena del duelo y en la despedida, con todos los personajes hundidos y una perspectiva para la que hay que ser muy optimista si se quiere atisbar algo de esperanza. Yakovlev, solamente con recursos escénicos y con la ayuda de la eficaz escenografía de Nikola Slobodyanik y de la bonita música de Alexander Manotskov, consigue transmitir una belleza, ciertamente fría, y un tono de fin de época de manera más emocional de lo que había demostrado hasta entonces.