¿Qué es lo contrario de una “feel good movie”? (lo de “feel good play” no ha tenido fortuna). No sería exactamente una película que te hace sentir mal, una de esas a menudo bienintencionadas producciones sobre tragedias humanas que dan pie para hacer comentarios grandilocuentes y decir qué mal lo he pasado. Pensamos más bien en esas películas tipo Polanski, por citar a un director de actualidad, esas película que nos causan desasosiego, extrañeza, mal cuerpo o, más directamente, mal rollo.
Pues bien, todo esto lo siente el espectador de Emilia desde el principio. Ya desde su presentación, Emilia nos pregunta por qué la miramos asustados. Es verdad, no ha hecho nada (bueno, para ser precisos, todavía no sabemos lo que ha hecho), pero la atmósfera transmite inquietud. Y eso es solo el aperitivo, porque a partir de entonces la tensión solo hace que aumentar. Primero porque no sabemos lo que está pasando. Todos los personajes se comportan de manera extraña, enfermiza, pero no sabríamos identificar su patología. De hecho, para afuera, todo son signos de alegría, de familia bien avenida. Pero no nos lo tragamos. Como cuando el niño acoge a Emilia con una impostada excitación, somos conscientes de que tanta parafernalia es falsa.
Pero lo extraordinario del montaje es que nunca sabremos descodificar el secreto de ese malestar. El caso más claro es el de Walter, el padre interpretado por Alfonso Lara. Parece un tío confiable, cariñoso, protector. Pero en todo momento tenemos clarísimo que en su interior se esconde un monstruo. Nos atreveríamos a hablar de aura, de esa energía misteriosa, ese halo invisible y sin embargo totalmente perceptible. Y si Walter desprende un halo de amenaza, toda la obra refulge en unas llamas incontrolables. Como esos muebles que cuelgan del escenario, hay una gran catástrofe que está a punto de desbocar y que nadie podrá parar.
Reconocemos que podemos admirar el trabajo de Claudio Tolcachir, pero nos cuesta analizarlo: somos incapaces de desvelar el misterio. Y no nos referimos a la trama, que finalmente queda resuelta, sino a la capacidad de Tolcachir para hacer que el subtexto sea clarísimo para el espectador, pero sin mostrar sus cartas en ningún momento. El texto se podría estudiar de manera clásica: la evolución de los personajes, la escalada dramática, la siembra de detalles que más tarde cobrarán significado. También la puesta es de un simbolismo tan sencillo que puede llevarse al otro extremo, al naturalismo. Con la clara referencia de Huis clos en mente, podemos ver el escenario además de como una prisión (literal en el relato de Emilia, metafórico como espacio contrito de la familia), como una estancia del infierno. Pero más allá de estas huellas, el proceso por el que esto que vemos y oímos se convierte en algo completamente distinto (y aterrador) en nuestras mentes, se nos escapa. Signo de que estamos ante gran teatro, sin duda.
Una cosa que sí sabemos es que para lograr este efecto se necesitan unos actores extraordinarios, y Emilia cuenta con esta factor. Lo de Gloria Muñoz ya es histórico. Vale que cuando cuenta la historia del perro Rocco es como si el resto del mundo dejara de existir (todavía recordamos su monólogo en Kabul: sin duda Muñoz es una de esas actrices por las que merecería la pena pagar para verla leer la guía telefónica), pero es que cuando se queda en segundo plano, en una posición en que para cualquier otro actor se limitaría a hacer bulto, ella sigue teniendo una presencia magnética.
Ya hemos hablado de la capacidad metafísica de Alfonso Lara para con un gesto llevarte al fin del mundo y con una mirada hacer que te tires por el precipicio que se encuentra allí. Es capaz de hacer que el espectador se meta debajo de la butaca o de provocar su compasión incluso en sus arranques más violentos. Malena Alterio primero es un fantasma, casi etéreo, sin apenas presencia física, como si lo que viéramos fuera un espectro (y ahora, al escribirlo, nos damos cuenta de que efectivamente lo era). En la parte final adquirirá voz y determinación. Un giro más radical y más brusco que el de los otros personajes y resuelto con contundencia.
David Castillo también tiene que lidiar con cambios de intensidad y de posición sentimental. Tan pronto es el cariñoso hijo que adora a su padre como el atemorizado cachorro que teme ser abandonado en la cuneta. Daniel Grao pasa de ser un personaje literalmente marginal a ejercer como desencadenante de la tragedia. Su escena está llevada con naturalidad, y si bien su personaje no desprende el mismo aroma de incertidumbre, también mostrará una doble cara. Puede que no explique muchas cosas, pero sí una de gran importancia.
Concluiremos con un breve apunte sobre lo único que no nos ha gustado de Emilia: el recurrente y para nosotros atravesado tópico de la mujer sacrificada (siempre es una mujer). Se puede interpretar como abnegación, como martirio, sin olvidar algunas implicaciones religiosas. Pero se mire por donde se mire, nosotros esto nunca nos lo creemos. Que la víctima acoja con resignación un castigo que no merece y que encima se muestre agradecida... Quién sabe, a lo mejor en la vida pasa, pero en el teatro se convierte en algo teatrero.
lunes, 3 de febrero de 2014
lunes, 27 de enero de 2014
Julio César (Teatro Bellas Artes)
Por
muchas veces que veamos Sed de mal, hay algo en esa película que nos
sigue perturbando. El malvado Quinlan es un ser despreciable,
repugnante incluso físicamente. El héroe, Vargas, es íntegro y
apuesto. Quinlan actúa de manera torticera y no duda en manipular
pruebas para enviar a los sospechosos a prisión. Vargas arriesga su
vida para esclarecer la verdad. Pero Quinlan tiene razón y Vargas
recurre a la traición para conseguir sus objetivos. Todo es turbio,
desasosegante, no podemos asirnos a la habitual consideración sobre
“qué es lo correcto” para tranquilizar nuestra conciencia. Quizá
por eso Sed de mal es nuestra película preferida de Orson Welles,
porque siempre nos lleva al límite, porque no nos reconforta en
nuestras creencias, sino que nos desafía.
Como
es sabido, Welles era un ferviente shakesperiano (se dice que conocía
de memoria su obra ya de niño, y a los 22 años montó un Julio
César en el Mercury Theater), y la huella de este texto (o de otros
aún más controvertidos, como Coriolano) es patente en Sed de mal.
Por lo menos, nosotros cada vez que vemos una versión de Julio César
volvemos a sentir la misma sensación de inseguridad. Como si las
dudas de Bruto nos contagiaran, nunca estamos seguro de dónde está
el bien y el mal; dónde se cruza la línea entre la responsabilidad
política y la puñalada al amigo; el peso de la decisión que puede
llevar al desastre nos abruma como si realmente fuéramos nosotros
quienes tuviéramos que tomarla.
Por
lo tanto, una obra así siempre nos va a gustar. Porque por muchas
veces que la leamos o la veamos, vamos a descubrir nuevos matices,
otros temas para la reflexión, más motivos de discordia. De esta
versión de Paco Azorín nos ha ganado su limpieza, su persistencia
en la eliminación del floreo para centrarse en lo fundamental. Y no
hablamos solo de la casi desaparición de los últimos dos actos,
poda que ya se ha convertido en una tradición (justificada) o en la reducción del número de personajes. Su
escenografía recuerda a Nick Ormerod, tan sencilla que solo conserva
unas sillas (ya icónicas) y una columna. Y este es el tono: el
vestuario de Paloma Bomé mezcla el tema bélico con las túnicas:
como en una reforma arquitectónica que mezcla la renovación con
algunos elementos que recuerden de donde se viene, con estos pocos
elementos ya queda patente la ideología del discurso. También la
iluminación de Pedro Yagüe, que deja en escenario entre tinieblas,
sostiene el concepto de moralidad dudosa y equívoca honorabilidad.
En
el conjunto de la representación, más allá de la brillantez de las
escenas aisladas, nos dio sensación de cierta dispersión. La
versión de Azorín, sobre traducción de Ángel Luis Pujante, es tan
clara y concisa como su puesta en escena, pero en la estructura hay
altibajos, momentos, como el del asesinato, en los que la tensión,
que debía electrizar el ambiente, no da chispa. No se puede mantener
toda la función una intensidad dramática a la máxima potencia,
porque el espectador acabaría extenuado, pero nos pareció que por
momentos la fluidez entre las escenas no estaba del todo conseguida.
A veces parecía que más que una orquesta estábamos viendo la
interpretación de unos virtuosos solistas. Pero qué solistas.
Una
curiosidad repetida sobre Julio César es que el protagonista de la
obra no es quien le da título, sino Bruto. En alguna ocasión, como
en la famosa película de Mankiewicz, quien al final acaba llevándose
todos los recuerdos es Marlon Brando y su monólogo de Marco Antonio. Pero en este
montaje quien a nosotros nos pareció que se elevaba por el resto de
los personajes era Casio. José Luis Alcobendas venía de casa con la
ventaja de tener rostro y porte de senador romano. Pero además
aporta una solidez y una presencia a su Casio, más Yago que nunca,
que hacen que se imponga desde la primera escena. Sus intereses no
son del todo diáfanos, pero nos muestra el perfil taimado de su
Casio con finura, combinando la firmeza de sus argumentos deslizando
de manera contenida la cara más cuestionable de sus motivaciones.
Pero,
como decíamos, el protagonista en Bruto, y Tristán Ulloa honra a su
personaje con una evolución casi milimétrica, sutil y creciente.
Cada pasaje de su transformación está perfectamente marcada, desde
su duda inicial, cuando su cordura se ve amenazada por la incapacidad
para tomar una resolución, pasando por el progresivo convencimiento
y el terror ante sus actos, hasta completar su viraje con la asunción
orgullosa de la derrota, cuando por fin acepta el castigo por su
pecado: quizá ha actuado bien, pero como un “hombre” debe asumir
su castigo. En este camino hacia la redención, Ulloa alimenta a su
personaje con detalles que pueden pasar inadvertidos pero que hacen
su dilema real y cercano.
Si
Ulloa va carburando poco a poco, Sergio Peris-Mencheta tiene que
explotar de golpe. Para un actor una escena como la de Marco Antonio
es un regalo... envenenado. Ofrece todos los elementos para el
lucimiento, pero también está repleto de trampas, y si se unen las
referencias que todos tenemos en mente, el peligro puede parecer
paralizante. Sin embargo, Peris-Mencheta no se amedrenta ante su
“momento Gene Krupa” y hace suyo el papel con personalidad y
energía. Si inicia su camino con los pasos titubeantes del borracho,
acaba aplastando la tierra que pisa cuando se ha hecho con la
voluntad del pueblo. Es magnífico asistir a esta demostración de
técnicas actorales a tiempo real, a esa conversión de cachorro en
lobo.
Y
Mario Gas. Aunque no hubiera nada más, aunque no supiéramos nada
más, solo por ver a Mario Gas en un papel así ya merecería la
pena. Su papel es corto, pero su presencia ocupa toda la obra. Cuando
solo le hemos visto de refilón, su sombra sigue ahí. Cuando
desaparezca, su voz y su rostro nos serán recordados, pero ni tan
siquiera habría hecho falta ser tan explícitos. Como si hubiera
lanzado una maldición, su espíritu acompaña a todos los personajes
y marca su destino. Solo un actor del carisma de Gas puede imponer su
dominio desde la reminiscencia.
lunes, 20 de enero de 2014
André y Dorine (Teatro Fernán Gómez)
Nunca
habíamos sentido de una manera tan poderosa que eso de ahí dentro,
allí abajo, la sala del teatro, fuera un refugio frente a lo que hay
allá fuera, en la calle. Antes de que lleguen las metáforas: la
plaza de Colón es una de las cosas más feas de Madrid. Del mundo,
arriesgaremos a decir. Lo que nos encontramos dentro del Teatro
Fernán Gómez es de una belleza pura. En el exterior nos agreden
ruidos incomunicadores, edificios monstrencos y demostraciones
ridículas de pomposidad (aquí estaban las metáforas). Puro
contraste: en el interior solo hay silencio y música para acunar, un
espacio del que hogar toma su nombre y delicadeza, puro mimo.
Si
los fabuladores de André y Dorine se las han arreglado para contar
su historia sin palabras, y ya que nosotros no podemos llegar a esos
extremos, al menos nos habíamos propuesto no utilizar algunos
términos recurrentes. Va a ser imposible: apenas hemos empezado y ya
hemos utilizado “delicadeza”. Pero es que el trabajo de todo el
equipo de Kulunka, si por algo se caracteriza, es por su suavidad,
por el cuidado con el que han realizado todo el esfuerzo de la puesta
en escena, que a ojos del espectador es limpio, despejado, sin baches
en el camino. La obra apenas llega a la hora y media, pero cuando
alcanza su final, nos preguntamos cómo ha pasado tanto tiempo sin
que nos percatemos. Sin que haya pasado nada, en realidad. Después
repasamos y nos damos cuenta de todo lo que ha sucedido casi sin que
lo percibiéramos. Atención que ahora viene una frase de cuidado:
como la vida misma.
André
y Dorine cuenta una historia con la que hay que tener un pulso de
cirujano. Si te pasas un poco en el tono, caes en el melodrama
lacrimógeno y obsceno. Si no, te quedas en un estudio clínico sin
corazón. Los Kulunka han sabido mantenerse en el punto óptimo, con
un tratamiento sentido y sincero que no evita los momentos más
duros, pero que no los aprovecha para lanzarse al sentimentalismo,
sino que prevalece la ternura. En una obra sin palabras, la excelente
música de Yayo Cáceres sirve para envolver las escenas y tan pronto
enriquece los momentos de comicidad, como abunda en la melancolía o
da una especial viveza a los recuerdos de felicidad. Quizá por eso
sean todavía más impresionantes los momentos de absoluta mudez, que
en la parte final se adornan con los sollozos de gran parte del patio
de butacas.
Acabamos
de hablar de la parte cómica de la obra y es que otro de sus
aciertos es el recurso constante a la sonrisa. Al principio incluso
podría pasar por una obra simpática sobre dos abuelos gruñones
(entre el público había varios niños que no sabemos si estaban
allí por error o precocidad, en cualquier caso parecieron pasárselo
bien, por lo menos a ratos). Ya sabemos que una obra de estas
características sería difícil de soportar si no incluyera momentos
para respirar (como pasaba en Amor, otra de las cosas de las que no
íbamos a hablar), y en este caso los Kulunka han sabido administrar
las pildoritas de ingenio con su agudeza característica.
¿Pero
quiénes son estos Kulunka? Ya sabíamos que Iñaki Rikarte era un
buen actor, pero aquí hemos descubierto que también es un gran
director. Aunque se trate de un trabajo colectivo, el resultado
último tiene que beneficiarse (o hundirse) por la supervisión del
responsable final, y Rikarte sabe dar a la obra el ritmo y la fluidez
necesarios para que cada escena tenga sentido en si misma y a la vez
el conjunto tenga sentido. De igual manera, tanto la sencilla y
reconocible escenografía de Laura Eliseva Gómez como la iluminación
sugerente y elegante de Carlos Samaniego son un valioso añadido a
este cuento al que nos han invitado y donde nos hacen sentir...
bueno, donde nos hacen sentir de todo.
Aparte
de por su calidad, André y Dorine también distingue por el uso de
las máscaras (¿y cómo hemos podido llegar hasta aquí sin
mencionarlo?). Dejado el naturalismo aparte, los actores pueden
dejarse llevar por el élan interior. Los cuerpos, y sobre todo las
manos, no engañan: pero tampoco es ese el propósito. La manera de
moverse, los pequeños gestos, el halo, son suficientes para que
todos entendamos lo que está pasando. Sin pretender ser realistas,
alcanzan una verdad que el espectador siente de manera directa.
Garbiñe Insausti, José Dault y Edu Cárcamo, los tres intérpretes
que se multiplican en escena, son también, junto a Rikarte y Rolando
San Martín los autores de la dramaturgia. Se nota que no han sido
avaros a la hora de ponerlo todo de su parte.
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martes, 7 de enero de 2014
El cojo de Inishmaan (Teatro Español)
Qué
fácil es esto del teatro. Si alguien recién llegado de una isla
perdida del Atlántico apareciera en el patio de butacas del Teatro
Español y presenciara un función de El cojo de Inishmaan,
probablemente pensaría que qué juego tan divertido. Y tan sencillo.
En un momento de la obra, uno de los personajes dice que los actores
no trabajan, pues solo se dedican a hablar, y eso lo hace cualquiera.
Nuestro isleño saldría del teatro con la misma impresión, pero no
solo acerca del oficio de actuar: escribir una obra y ponerla en
escena también parece pan comido. Y sin embargo sabemos que nada más
difícil que conseguir esa fluidez, esa naturalidad que hace que todo
resulte sencillo; esa simplicidad de las obras redondas.
Parece
que Gerardo Vera paulatinamente ha ido depurando su concepto de la
dirección, dejando atrás la teatralidad para concentrarse en lo
esencial. Sin llegar a los extremos de El crédito, en la que se
sabe que hay director porque lo pone en el programa (y esto lo
decimos como elogio), aquí todos los elementos de la puesta en
escena están llevados a su mínima expresión. La música es casi
imperceptible y la iluminación es plana, mientras que la
escenografía de Alejandro Andújar es meramente indicativa, sin
apenas incidencia en el desarrollo dramático. De igual manera, Vera
se guarda de hacerse notar, pero su buen pulso está presente en
momentos tan logrados como el de la sesión de cine, en el que el
continuo movimiento de los actores dota a la escena de un ritmo
interno que evita el estancamiento. Como es habitual, el trabajo más
duro se plasma sin llamar la atención.
Vera
sabe que puede utilizar este perfil bajo porque cuenta con los
principales elementos que de verdad importan en una obra de teatro:
un texto brillantísimo y un reparto sin mácula. El texto de Martin McDonagh, en una versión de José Luis Collado en la que solo
patinan algunos coloquialismos que suenan muy falsos en castellano,
demuestra lo justificada que está su comparación con Beckett, más
allá de los atajos fáciles. El isleño del que hablábamos al
principio no tendría muy claro si El cojo es un drama (un dramón,
de hecho), o una comedia (y divertidísima, además). Como ya nos
pasó en la puesta de Agosto que dirigió Vera, nos embarcamos en un
vaivén emocional que tan pronto nos sumerge en la más honda
desolación como nos eleva a la liberación de la carcajada
incontenible. Hay que ser muy hábil y tener mucho tiento para no
pasarse por los extremos ni acabar haciendo mezclas indigestas, y
tanto McDonagh como Vera dan una lección de alquimia.
La
función se abre con un diálogo mitad costumbrista mitad beckettiano
entra Marisa Paredes y Terele Pávez. (Con esta frase ya está
justificado el ir al teatro). Ambas muestran una excentricidad sin
aspavientos, dando el tono de lo que será la constante de la obra.
Paredes parece ajena a este mundo, posición que se acentuará a lo
largo de la representación, mientras que Pávez es más expansiva,
pero no mucho más cuerda. Ambas conforman una pareja a la que Vera
ha sazonado con cierto mihurismo.
Pero
si Paredes y Pávez tienen rendido al público desde el principio,
cuando aparece Enric Benavent ya arrasa con todo. El estrafalario y
cotilla personaje de Johnnypattenmike se merecía un actor que
hiciera honor a su desparpajo, y Benavent multiplica sus
posibilidades por mil. Sus inocuas historias sobre ovejas sin orejas
se convierten en apasionantes relatos llenos de gracia; sus
inesperadas apariciones detrás de las puertas en golpes insuperables
de comicidad; y su mano a mano con su alcohólica madre de noventa
años, la irresistible Teresa Lozano, es sencillamente antológica.
Así
las cosas, Ferran Vilajosana no lo tenía nada fácil para
enfrentarse a su complejo papel de Billy el Cojo y a estos magníficos
actores. Pero resuelve las incomodidades físicas con elegancia, con
discreción, como es marca de este montaje; y los altibajos de su
personaje siempre manteniendo el perfil adecuado. Incluso en el
momento más melodramático, que luego se descubrirá con truco,
mantiene la entereza y la finura que dignifican a su maltratado
personaje.
IreneEscolar tiene la mala suerte de que a su personaje le hayan tocado
los diálogos peor traducidos y que lo que su personaje debería
tener de soez por momentos parezca tourrette, pero tiene la capacidad
de dejar intuir ternura tras la dureza de su personaje, y sobre todo
unas ganas de imponerse a un entorno que no le va a facilitar para
nada la vida. Adam Jezierski es un pesado con muchísima gracia y una
soltura que le permite moverse con descaro entre un reparto de
primerísimo nivel. Marcial Álvarez y Ricardo Joven comparten en sus
personajes cierto hinchamiento que debe venir desde la dirección y
que desentona un poco con la modulación conceptual de la
representación y del resto de los actores, pero que contribuye a su
caracterización.
lunes, 23 de diciembre de 2013
Montenegro (Teatro Vallé-Inclán)
En
algunos momentos dispersos de la representación, cuando nuestra
atención ya estaba exhausta y nuestro sistema nervioso al borde del
colapso, nos preguntamos por qué Vallé-Inclán habrá pervivido. La
inmensa mayoría de los dramaturgos de su época hoy no son
recordados más que en algunos manuales, y desde luego nadie piensa
en su puesta en escena. Sin embargo, Vallé-Inclán, no solo sigue
siendo respetado y montado, sino que su nombre pervive como una de
las glorias del teatro español y ha dado nombre a la nueva sede del
Centro Dramático Nacional.
Para
nosotros, lo confesamos (porque estas cosas hay que confesarlas),
solo mantiene su vitalidad Luces de Bohemia. Leer a Valle, tan
recargado y pomposo, es un suplicio, y sus adaptaciones teatrales nos
dan dolor de cabeza. Podríamos pensar que el personaje de Valle, tan
atractivo, tan fácil de convertir en modelo, ha facilitado que su
obra siga estando en boga. Pero no creemos que sea suficiente.
Además, eso solo valdría para esa minoría que vive de la
impostura, y el teatro al que da nombre estaba a reventar durante la
función de Montenegro a la que asistimos. Valle sigue siendo un
éxito de crítica y público. Así que cabe la posibilidad de que
seamos nosotros los equivocados. Cosas más raras se han visto.
Como
siempre, dejamos nuestros prejuicios en el guardarropa y nos sentamos
a ver Montenegro con la mente abierta. Al principio parecía que el
montaje de Ernesto Caballero nos iba a ganar. Ese arranque
espectacular, con tormenta, brujas, caballos, barcos... Es
electrizante y hace presagiar una visión iluminada, creativa. El
decorado de José Luis Raymond es sugerente y no dejará de dar juego
durante las más de tres horas de función. Pero por desgracia no
pasa lo mismo con lo demás. Pronto todo se embarrulla, y si durante
la primera parte todavía se sostiene algo de interés, la última
hora es como un reto en el que las escenas se alargan (la de la
iglesia parece no terminar nunca) y hasta diríamos que al director
se le han cruzado los cables en el momento de la visión luciferina,
que recuerda a aquella escena marciana de En la vida todo es verdad y todo mentira. No parece que los momentos oníricos sean el punto
fuere de Caballero.
En
sus momentos más inspirados, la puesta de Caballero recuerda a
Complicité, pero le falta algo de sorpresa, ese impacto que se quede
grabado en el espectador. Todo el apartado técnico es estimable,
desde la iluminación Valentín Álvarez, que retrata los matices
lumínicos del día y de la noche de una manera prodigiosa, hasta el
vestuario de Rosa García Andujar, expresivo y muy acorde con el tono
al límite de esta adaptación. También nos gustó la música de
Javier Coble, pese a algunos momentos “tachán”.
En
lo que respecta a los actores, igualmente realizan una labor muy
estimable. Ramón Barea es una elección perfecta para Montenegro. Se
deja el pellejo en el escenario, apabullante la mayor parte del
tiempo, pero también retraído y sufriente en la parte final. Para
valorar a David Boceta bastará con decir que nos parece que abandona
el primer plano demasiado pronto, se le echará en falta. Rebeca Matellán mantiene un personaje reconocible pese a su evolución un
poco a conveniencia del autor y está tan bien en su parte de modosa
enamorada como cuando le toca sufrir como a una perdida.
Dentro
de un grupo bien ensamblado, también destacan Janfri Topera, el
impertinente bufón que les canta las verdades a su señor; EduSoto, el loco del pueblo que también ejerce como representación de
la difusa moral del pueblo; y Ester Bellver, la sirena embaucadora,
que por cierto protagoniza una de las escenas más destacadas de la
función cuando lee las cartas de manera ilustrada.
Así
pues, la dirección es estimulante y en no pocos momentos reveladora;
la producción brilla en cada uno de sus apartados; y el elenco se
muestra a gran altura. Y sin embargo, la función nos pareció pesada
y aplastada por el peso de su barroquismo. Todo es tan truculento,
tan pretendidamente grave, tan campanudo, que se queda a un paso de
la parodia. No creemos que en este caso caiga en ella, pero sí en lo
artificial, en lo impostado, en lo falso. Y en teatro no hay nada tan
mortífero como lo falso.
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martes, 17 de diciembre de 2013
El huerto de los guindos (La Casa de la Portera)
Hace poco nos lamentábamos de que se haya convertido en una tradición
representar a Chéjov como si sus obras fueran letanías, con tanto
respeto que solo produce el mismo aburrimiento que una misa eterna.
Pero nunca hemos estado más satisfechos de poder rectificar tan
pronto, porque la versión de El huerto de los guindos que nos ofrece
Raúl Tejón, con el debido respeto y la seriedad merecida, está
llena de vida, de pasión. Hay un momento en el que Consuelo Trujillo
se mira en un espejo mientras la acción continúa a su alrededor. Su
magnetismo es tal que su energía llega al espectador de una manera
casi física y su desmayo va más allá de la actuación. Dan ganas
de gritar ¡corten! y que todos nos tomemos un respiro.
La
experiencia de tener a los actores a un palmo, como sucede en La Casade la Portera, es un arma de doble filo. Si la función naufraga, la
educación poco podrá hacer para disimular el desastre. Y para los
actores la situación es todavía más compleja: aquí no hay espacio
para los trucos, para las rutinas. Es un teatro en primer plano a
prueba de espejismos. Por suerte todo el reparto de El huerto de los
guindos parece contagiado por ese estado de trance que transforma esa
cercanía en incorporeidad, que pese a lo artificioso de la
situación, los convierte más que nunca en reales... No, no son
reales, es algo más allá. Pero dejémonos nosotros de letanías.
Cuando
los espectadores llegan, ya les está esperando Nacho Fresneda, en un
duermevela, lo que incide en el carácter onírico de lo que estamos
a punto de ver. Sin efectos de puesta en escena, ni iluminación, ni
música evocadora, ya nos encontramos de pleno donde Tejón ha
querido que estemos. Fresneda se despertará, y ya se impondrá hasta
el final de la función. Su López deja claro su complejo de
inferioridad, su simbolismo como representante de los nuevos tiempos,
sus ganas de revancha y su arrepentimiento por el éxito. Y sobre
todo su incapacidad para tomar la decisión más importante. Cuando,
ya al final, no se atreva a coger esa mano, dan ganas de gritarle, de
darle un empujón.
La
Varia de este López es Bárbara Santa Cruz, la abnegada, la delicada
Varia. Pero también el torbellino. Varia es el personaje que
aparenta fortaleza y seguridad, el sostén de la casa que nunca ha
acabado de sentir como suya, pero que en el fondo no está segura de
nada, que teme el futuro y quizá se conformaría con visitar los
santuarios de Europa. Porque sabe que lo máximo a lo que puede
aspirar es a conformarse. Santa Cruz transmite esta mezcla de
constancia e ilusión perdida con una naturalidad escalofriante. Sus
lágrimas finales son uno de esos momentos que lo efímero del teatro
harán inolvidables.
Si
Fresnada es la fuerza bruta y Santa Cruz la delicadeza, Consuelo
Trujillo es la elegancia. Pero no una elegancia frívola, sino la
personificación de otra época que ya ha perdido su sentido, y lo
sabe. De la misma manera que es consciente de que su amante se
aprovecha de ella y de que su casa ya no volverá a ser nunca suya,
la madre de la familia asume que el fin de una era ha llegado y que
se la llevará a ella por delante. La presencia de Trujillo es una
lección de clase, de saber estar, y momentos como el del espejo una
demostración de que la emanación de un actor puede llegar mucho más
lejos que su mera presencia física.
Frente
a la pesadumbre de Varia, Ania al principio parece el soplo de aire
fresco, la alegría que necesita la casa para revivir. Pero Sabrina Praga pronto deja claro que se trata de otro espejismo, que está
igual de perdida que el resto de la familia. A Carles Francino le ha
tocado el personaje un poco pelma de la obra, con sus retahílas
filosóficas y moralistas. Pero Raúl Tejón también ha sabido
modular el texto para no caer en lo admonitorio y con este apoyo
Francino da color a su personaje para evitar el tono sermoneador. Por
cierto que también valoramos la labor de Tejón para no olvidarse de
la parte cómica de la obra, expresada en momento puntuales de gran
efectividad, pero también en otros niveles de lectura.
En
este sentido, Alicia González y David González podrían ser la
pareja cómica de la función, los sirvientes del teatro clásico que
están allí para recordar a sus señores su ridiculez. Pero también
en ellos hay tragedia, ese punto de desesperación que se podría
denominar “el toque Chejov”. Aunque el verdadero objeto de todos
los golpes es Germán Torres, el hermano vago y que habla demasiado.
Pero por muy imbécil que sea su personaje, Torres consigue que
también empaticemos con él, como cuando es agredido por López y
tiene que refugiarse en la caricatura de sí mismo en la que se ha
convertido. Tampoco podemos olvidarnos de Felipe G. Velez,
encarnación de la delicadeza con la que esta pensada y llevada a
escena esta obra.
No
sabemos si en Madrid habrá uno de esas “casas del horror” en la
que una puesta en escena sangrienta y unos actores disfrazados de
demonios y psicópatas aterrorizan a los visitantes, pero lo que si
hay es una casa con fantasmas. Porque lo que vimos en La Casa de la
Portera no fue una obra de teatro, sino una cita con espectros del
pasado que se manifestaron con una viveza insólita. Fue un regreso a
la vieja casa.
lunes, 16 de diciembre de 2013
Haz clic aquí (Teatro María Guerrero)
Al
ver hoy las películas producidas en Hollywood durante los años 40 y
50, no nos queda más que reconocer que el senador McCarthy tenía
razón. La unión de un talento humano inaudito hasta entonces (y
nunca repetido), propiciado por el exilio masivo que provocó el
totalitarismo europeo, y de una maquinaria técnica sin rival,
condujeron a una edad dorada que sigue asombrando por el altísimo
nivel medio de sus productos. Pero para mentes como la de McCarthy,
esta ejemplaridad tenía un problema: el cine es un extraordinario
medio de propaganda, y las personas que estaban detrás de esta
eclosión de creatividad eran en su mayoría izquierdistas que sabían
combinar en sus películas un perfecto acabado comercial con un
“mensaje” progresista. Como si diría ahora, Hollywood una
fábrica de liberales.
En
Haz clic aquí, la huella de estos films liberales de los años 50 es
evidente, en especial la obra de Joseph Losey (que tuvo que exiliarse
en Europa debido a la persecución macartista), y más concretamente
de El forajido. Aunque la obra de Jose Padilla esté basada en un
suceso real, al verla es inevitable pensar en la película de Losey y
en este tipo de películas que sin olvidar un objetivo fundamental de
la industria (entretener) tampoco descuidaban otra vertiente para
ellos irrenunciable, como la transmisión de valores y un intento por
hacer reflexionar al público.
Otra
película a la que se hace referencia explícita al principio y al
final de Haz clic aquí es El hombre que mató a Liberty Valance,
aunque en este caso la cita puede parecer irónica. Si en la obra
maestra de John Ford el abogado y el periodista aparecían como paladines
del progreso y representantes de la conversión de Estados Unidos de
un lugar en el que imperaba el salvajismo en una tierra civilizada
bajo el imperio de la Ley, en la pieza de Padilla periodistas y
abogados no son precisamente héroes. El abogado puede ser un
idealista que quiere cambiar las cosas, que lucha contra el sistema
(aunque sin tener las cosas muy claras), y que acaba haciendo grandes
sacrificios personales por sus convicciones. El problema es que no ha
pensado que sus convicciones pueden ser erróneas. En cuanto a la
periodista, su figura es todavía más discutible. Parece más movida
por el interés profesional que por la búsqueda de la verdad, más
preocupada por la repercusión de su trabajo que por una conciencia
social. Aquí nos encontramos más cerca del cinismo de un Billy
Wilder en El gran carnaval que del idealismo fordiano.
La
actualización más destacada que ofrece el texto de Padilla es la
relevancia de las redes sociales en la propagación de rumores, una
experiencia cotidiana. Pero la acumulación de ideas en un espacio de
tiempo muy reducido, de poco más de una hora, provoca cierto
aceleramiento, que también afecta a las actuaciones, impecables en
los saltos de papeles y en su vitalidad, pero a veces un poco pasadas
de frenada. Es lo que le pasa por ejemplo a Mamen Camacho como
periodista. Si en la escena inicial modula muy bien a un personaje en
conflicto por cuestiones personales, profesionales y de pareja,
cuando se mete más de lleno en su labor de investigación parece que
tiene demasiada prisa, que quiere llegar antes de haber salido.
Gustavo Galindo defiende con pasión a su abogado, cuando se inflama
por la injusticia, y también cuando se da cuenta del tremendo paso
en falso que ha dado. Su personaje ibicenco parece un añadido poco
ligado para dar más capas al personaje de Olga, pero al menos aporta
una gracia muy bienvenida.
Y
es que Olga, interpretada por Nerea Moreno, se convierte en el
carácter clave de la función. Es ella quien tiene que ejercer de
contrapeso entre las ideas del espectador (Justicia, Responsabilidad,
Compromiso, sí, ideas con mayúsculas) y su comprensión individual,
personificada en esa madre que defiende a su hija cueste lo que
cueste, con razón o sin ella. Moreno, con su “momento foco”
incluido, logra el equilibrio en esa balanza también jugándosela en
un ejercicio de matices siempre al borde de traspasar la línea roja,
pero manteniéndose a salvo.
Una
función como Haz clic aquí necesita de dos actores jóvenes muy
cualificados, tarea no siempre sencilla. Pablo Béjar y Ana Vayón
afrontan el envite con solvencia. Béjar lo tiene más difícil
cuando dobla el papel, pero es un convincente macarrilla y transmite
con naturalidad las dudas y cambios de opinión de su personaje.
Vayón también se apropia con autoridad de Ruth, a la que dota de
remordimiento y culpa, pero donde se luce es en las escenas de la
discoteca, junto a sus compañeras de reparto. También Padilla
aporta aquí un gran oído para los expresivos diálogos juveniles.
Es
una lástima que Padilla no se haya dado más tiempo para elaborar
las problemáticas planteadas, pues se cede reflexión lo que se gana
en dinamismo. Cierto que la obra se ve sin respiro, que la sucesión
de escenas está bien trazada y que la historia, con continuos
saltos, se sigue con facilidad. Pero echamos en falta algo de reposo,
cierto detenimiento para que dé tiempo a asimilar las complejas
cuestiones puestas sobre el escenario. Por una vez, no nos hubiera
importado que la función se alargara.
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